Alicia Vega: «Creo que hoy en la escuela el niño no se siente una persona única»
Hace exactamente dos años, Alicia Vega (1931) exponía 30 años del taller de cine para niños (1985-2015) en la Galería Macchina del Campus Oriente de la Universidad Católica. La muestra ponía en relieve el Taller de Cine para niños, un proyecto independiente y sin fines de lucro impulsado por la profesora e investigadora de cine por más de tres décadas en sectores de extrema pobreza de Chile.
Desde 1985, todos los sábados por la mañana Alicia Vega se dedicó a impartir su taller en iglesias y sedes de sindicatos. Fueron 35 talleres en total, desde el primero en la parroquia Jesús Carpintero de Renca, hasta su última clase el 12 de septiembre del 2015 en la población Chacabuco de Recoleta. En cada uno, se invitó a niños de 5 a 12 años a participar libremente de la iniciativa –por un plazo definido y en forma gratuita-, donde enseñaba el movimiento de la imagen cinematográfica. Un programa que implicaba juegos, trabajos manuales, ejercicios de creatividad y la proyección de películas que iban desde Chaplin y Walt Disney, hasta los hermanos Lumière y Pasolini.
En 30 años, Alicia nunca se ausentó a un taller, su compromiso siempre fue claro y prueba de ello son los más de 6.500 trabajos manuales que aún conserva de los niños, todos perfectamente catalogados con los nombres de sus autores y fechas. En este relato, la académica repasa los inicios del taller, su desarrollo y metodología sustentada en la potencialidad que ofrece el cine para conocer e imaginar el mundo, y también para crear otros.
“Yo desde el año 80 estaba dirigiendo la oficina nacional de cine que estaba a cargo de la Conferencia Episcopal y durante cinco años estuve haciendo un programa para niños que se llamó ‘Cine Foro Escolar’ y unos cursos para adultos donde formaba a animadores culturales. En uno de esos cursos, que eran de 50 alumnos, tuve cinco que correspondían a la parroquia de Jesús Carpintero de Renca y ahí me entere que muchos de ellos estaban cesantes, entonces le propuse al cura hacer el taller ahí para los niños con estos ayudantes cesantes, a quienes yo les pagaría por su trabajo.
El trabajo con ellos resultó bien y yo también llevé a algunos monitores que eran alumnos míos de la universidad. Me resultó muy bien el taller, pero los monitores no continuaron conmigo, porque ellos faltaban de vez en cuando y a mi no me servía una ayuda donde era incierta la asistencia. Finalmente los cambié a todos por estudiantes universitarios míos o de mi marido (el académico y Premio Nacional de Artes Plásticas 2019, Eduardo Vilches) o compañeros de universidad de mis hijos. Así fue como armé un equipo para el segundo taller en Lo Sierra.
Siempre busqué que fueran alumnos de distintas carreras para tener una postura mas amplia en el trato con los niños y que ellos a su vez, cuando le preguntaran a los monitores qué hacían o qué estudiaban, pudieran tener un amplio espectro.
Estábamos en plena dictadura, a nosotros nos tocó la quema de los estudiantes, luego nos tocó el caso degollados. Entonces era una época muy dura, donde las poblaciones estaban con una vigilancia extrema, los niños estaban con ollas comunes y la gente estaba con más del 20% de desocupación. Además, habían problemas de detención de personas sin ningún motivo. Cuando estuvimos en Lo Hermida recuerdo que la gente no podía dormir tranquila, porque estaban constantemente pasando helicópteros durante la noche.
Yo nunca tuve problemas, porque no pertenecía a ningún partido político y porque yo no era nadie: sólo le hacía talleres a niños pobres que tampoco tenían ninguna voz, ningún interés para nadie, así que pasaba absolutamente inadvertido.
Yo trabajaba toda la semana en mi casa armando los trabajos que iban a hacer y redactaba un texto que se le repartía a los niños, y que me lo imprimían ahí en la oficina de cine. Ese material se los entregaba cada semana, y luego iba modificando el lenguaje de acuerdo a lo que los niños iban entendiendo. La metodología del programa la fui creando semana por semana de acuerdo a la reacción que había, que era bastante buena, porque los niños entendían mucho. Me di cuenta que los términos con que habitualmente hablamos los adultos, los niños también los entienden sin dificultad. Esa fue la tónica del taller: que las cosas se decían con mucha exactitud y los niños entendían directamente.
La primera clase era muy sencilla: yo les mostraba una imagen de un membrillo y les preguntaba qué era y ellos decían “un membrillo”. Después sacaba un membrillo de verdad y les preguntaba lo mismo y ellos volvían a decir “un membrillo”. Entonces les preguntaba: “¿Cuál es el verdadero? Uno es el verdadero y el otro es una representación, una imagen”.
Ellos quedaban clarísimos con eso y después les contaba que con las imágenes se puede jugar a moverlas tal como ya lo habían hecho científicos del siglo XIX, que empezaron a estudiar este problema de la post imagen y lo habían formalizado en unos juegos que fueron muy populares. Esos juegos los hicimos parte del taller, invitando a los niños a que construyeran ellos mismos los taumatropos, fantascopios, zootropos y muchos otros juguetes que tenían movimiento. En cada sesión ellos los iban construyendo y realmente les causaba un deleite enorme, porque tenían todos los materiales a su alcance. Habían niños que nunca habían cortado con la tijera, entonces aprender a cortar el papel o el cartón era para ellos una cosa realmente muy provechosa.
Algo bueno en esto de los juegos en que se mueve la imagen, es que si el juguete está mal hecho, mal pegado, no funciona. Así, los niños se daban cuenta inmediatamente si había alguna falla y ahí entre los más grandes con los más chicos se ayudaban. Cuando el juego funcionaba bien, ellos mismos se reían porque habían acertado.
Siempre todos los niños estuvieron en la misma sala, porque el cine siempre ha sido así: masivo. Todos pueden trabajar al mismo tiempo así como todos al mismo tiempo pueden ver una película y todos pueden sentir al unísono que eso es muy característico de la imagen ampliada, la que inventaron los Lumière.
Nunca me encariñé con ningún niño en especial, siempre hubo un trato muy parejo para todos los niños. Nos encargamos de que tuvieran una acogida de acuerdo a lo que cada uno era, al equipo yo lo instruí especialmente en eso: en que el taller de cine no privilegia al niño más inteligente ni al niño que es más diestro en el dibujo ni al niño que es capaz de hacer más velozmente un ejercicio, cada uno tiene su ritmo y cada uno tiene una manera de hacer las cosas.
Habían muchos niños que decían que lo que más les agradaba del taller era la paciencia que teníamos y que ellos podían conversar mientras trabajaban, habían muchos niños que les gustaba cantar y nadie les decía nada. El único marco que había era que durante el trabajo de taller nadie salía de la sala. Había horario para todo y eso ellos lo aceptaban muy bien.
Mi percepción es que ahora los niños están más flojos, son menos perseverantes y no quieren hacer ningún esfuerzo. Eso está a la vista. También creo que la escuela es más masiva en el sentido de que el niño no se siente una persona única, es parte de un grupo del que nadie sabe nada ni le importa mucho. Entonces ese deterioro, ellos lo suplen con la televisión y con los celulares. Es triste ver que lo humano está siendo desplazado.
El consumo de televisión es una manera de utilizar el tiempo, es llenar una tarde, unas horas que no las usan en leer, en oír música o en cultivarse de otra forma. Darse una vida propia. Nosotros a través del taller les dimos una mano en ese sentido, indicándoles que no solo podían ver las películas que daban en la televisión, sino que podían distraerse mirando los árboles, mirando el cielo, leyendo libros o creando amistades. El tener nuevos amigos era una práctica permanente todas las semanas.
Los talleres duraban seis meses y nunca permitimos que un niño se repitiera un taller, porque nos íbamos a otra población de manera de darle oportunidad a otros niños. También hacíamos talleres de verano en que nos íbamos a una región durante un mes y hacíamos el mismo programa, pero todos los días. Eso nos resulto muy bien, recuerdo que iban pueblos enteros.
La Conferencia Episcopal durante cinco años me hizo la impresión de todos los textos que yo necesitaba para el taller. El resto lo tenía que conseguir cada año en distintas fuentes. Durante cinco o seis años gané el Fondart, después para todo tenía que recurrir a amigos o a diferentes organizaciones que me ayudaron por varios años, pero poco a poco se me hizo muy difícil conseguir lo que necesitaba, incluso hubo dos años en los que no hice el taller, porque no conseguí financiamiento.
Paralelamente yo hacía clases en la Universidad de Chile en la Escuela de Teatro y en la Universidad Católica en la Escuela de Comunicación. Mi familia siempre entendió esta labor. Cuando mis hijos tenían 14 y 15 años les dije que ahora me iba a dedicar definitivamente a los niños pobres y que haría un trabajo que era muy absorbente, porque yo trabajaba toda la semana en los talleres de los sábados, pero también a veces iba a verlos a sus casas si ellos estaban enfermos o si estaban faltando por otra razón para decidir si necesitaban otro tipo de ayuda. Ellos (mis hijos) siempre dijeron que estaban totalmente de acuerdo en ayudarme, así que durante varios años fueron monitores y me ayudaron proyectando películas.
El último taller lo hice el 2015 en la población Chacabuco de Recoleta. Fue un taller como todos los otros. Ya no echo de menos hacer estas clases, porque las etapas se van cumpliendo. Ya tengo 30 años más que cuando los empecé y la cantidad de horas que le podía dedicar antes a los talleres ahora me pesaban más, sobre todo porque yo recortaba a mano el trabajo de cada niño, entonces a mi eso ya me iba dificultando la labor, los huesos se van rigidizando. Creo que el taller fue un aporte a la familia, donde muchas veces no hay límites ni proyectos debido a la pobreza. La vida puede ser muy cruda, y el arte les enseña a los niños a resistir esos pesares, a agrandar su visión del mundo y estar preparado y motivado para enfrentar el día a día”.