Andrés Denegri, artista y curador: “Ya no existen videastas, mucho menos videoartistas, muchísimo menos videoarte”

  • Una lectura clara sobre el panorama del videoarte es la que ofrece el director de la Bienal de la Imagen en Movimiento (BIM), quien en 2007 ganó el Concurso Internacional Juan Downey. Tras catorce años de haber recibido el galardón con Uyuni, el curador argentino nos cuenta cómo se originaron las imágenes del video, su relato y reflexiona en torno al rol del arte, de los festivales que lo promueven y su propio desarrollo como artista.
por J. Guajardo

Como en la trama de una película, Andrés Denegri se quedó varado en el pueblo boliviano de Uyuni. Sin muchos recursos, comida ni certeza de cuándo podría salir de ahí, decidió filmar sin guiones ni ideas preconcebidas. Esas grabaciones quedaron guardadas hasta que finalmente, en 2005, el financiamiento de un proyecto le permitió reencontrarlas y darles forma en Uyuni, obra con la que recibió el Premio Internacional Juan Downey en 2007. 

Catorce años han pasado y entremedio, el docente de la UNTREF de Buenos Aires, cocreador de Continente —espacio para la reflexión sobre cine y video experimental vinculado a la misma universidad— ha promovido la imagen en movimiento desde la generación de espacios, la gestión, programación y producción cultural, y su propio desempeño como artista visual. Denegri, quien en 2012 se convirtió en codirector de la Bienal de la Imagen en Movimiento junto a la también artista Gabriela Golder, participará con una obra medial en la 15 Bienal de Artes Mediales de Santiago, titulada «Umbral», que se realizará entre noviembre de este año y marzo de 2022 en el Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo de Arte Contemporáneo. 

El artista argentino, quien además es curador de cine y video para el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, contestó una entrevista donde se explaya elocuentemente sobre la realidad del videoarte que, en sus palabras, “no es ni bueno ni malo”. Además, se remonta a 2005 para revelar los orígenes del video Uyuni y reflexiona sobre la propuesta de valor que ofrecen concursos como el Juan Downey. 

¿Cómo nace el proyecto Uyuni? ¿Qué deseabas abordar?
El origen de este trabajo fue azaroso. Llegué a Uyuni en el tramo final de un viaje en el que estuve dos meses recorriendo el noroeste de Argentina y algunos lugares de Bolivia. Mi plan allí era tomar el tren que me llevaría hacia el sur, hasta Villasón, para cruzar a La Quiaca y comenzar un lento regreso a Buenos Aires. Al llegar a Uyuni encontré que la estación estaba desierta. Esperé durante un par de horas pero nada cambió. El sol caía, la hora de salida del tren ya estaba llegando y nada alteraba la serenidad del lugar. Al rato vi a alguien que por su atuendo parecía estar vinculado al servicio de ferrocarriles, caminaba del otro lado de las vías, paralelo a ellas, en dirección a un tinglado. Le pregunté por el tren que salía esa noche y me respondió que estaba cancelado, que unos mineros habían cortado las vías. Le pregunté cuándo se reactivaría el servicio. Dudó, tomó unos segundos para pensar y luego respondió: “Mañana, ¿a qué hora?” Dudó, pensó, luego dijo: “A la misma hora”. Al otro día estuve ahí, el tren no llegó. Tampoco el día siguiente, ni el otro. No tenía dinero como para visitar el salar, apenas para comer y pagar la cama en un hostal por algunas noches más. Entonces caminaba mucho por el pueblo, me resultaba un lugar rarísimo, árido, desolado, con unas calles inmensas por las que no pasaba casi ningún automóvil. En mi mochila tenía una cámara de video Hi-8 y una de cine Super 8, no las había usado en todo el viaje, ni siquiera las había sacado de mi mochila, donde descansaban en sus bolsitos. Y así fue como me puse a filmar porque no tenía nada más que hacer, porque el tiempo parecía no pasar, porque ya había leído todo lo que tenía para leer, porque el tren nunca iba a llegar. De esta manera nacieron las imágenes que luego de dormir más de dos años en una caja se cruzaron con un diálogo, se ordenaron en el tiempo y compusieron ese video que se titula como la ciudad que no me dejó abandonarla hasta no llevarla conmigo. La salida de Uyuni fue en camioneta, junto a otras casi veinte personas con sus respectivas pertenencias. Comprendí que el espacio también es relativo. Fue una extensa tortura de calor, presión, sequedad y mareo que terminó con un duro cuadro de varicela que pude superar luego de algunas noches de fiebre alucinada. Viajaba con Victoria Sayago, que en esos días era mi novia y hoy una gran amiga. Ella no superó la infección: el sarpullido le cubrió todo el cuerpo y aún restaba atravesar la mitad del país para llegar a casa. 

¿Por qué elegiste el pueblo de Uyuni como escenario?
No elegí Uyuni, el pueblo se impuso. Me obligó a filmarlo.

¿Cómo llegas a la decisión de generar un diálogo entre una pareja para plasmar dos puntos de vista y mostrar imágenes donde no se les ve? ¿Tiene relación con la curatoría de ese año (Ciudad, ciudadanos y ciudadanía)?
El diálogo no surgió pensando en la curaduría propuesta por la Bienal aunque luego se vinculó con ella de manera armónica. En 2005 gané una beca para realizar una residencia en el Wexner Center for the Arts. El proyecto que había presentado estaba pensado para ganar una beca, algo sobre el sonido ambiente en las iglesias construidas durante el siglo XVIII en Buenos Aires. No me interesaba en lo más mínimo concretar ese proyecto, por eso ni bien me comunicaron que había ganado la beca me puse inmediatamente a pensar qué otro trabajo podía desarrollar. Hurgué unos días en mi archivo de registros, una caja de cartón llena de rollitos de Super 8 y casetes de Hi-8 y miniDV, y fue ahí que me reencontré con las imágenes de Uyuni. Las miré con atención, las interpelé y sin planearlo mucho me puse a escribir el diálogo. Salió de un tirón. En mis trabajos la palabra suele venir después de la imagen. A mí me gusta filmar y en algún momento entendí que filmar es lo opuesto al rodaje. O al menos es así en mi concepción de “filmar”. Nada me resulta más aburrido que describir imágenes con palabras para después imitarlas delante de la cámara, y ni hablar de las acciones que llevan adelante una ficción. Pocos días antes de partir hacia Ohio grabé las voces que luego serían parte de la pista de sonido del video. Llegué al Wexner Center y decidí ser totalmente sincero. En la primera reunión con el equipo técnico y la directora del espacio planteé la situación. Tenía el material para trabajar en dos proyectos, uno era el que había presentado en la convocatoria, el otro el que deseaba realizar. Era gente adorable, me comprendieron y pusieron todo de ellos para que Uyuni existiera. 

¿Cómo fue el proceso de construcción del video? ¿Qué fue lo que más te gusto?
Disfruto mucho filmar, también sacar fotografías. Filmar y fotografiar para mí significa relacionarme de una forma singular con lo que sucede, con el devenir de las cosas, con lo que se cruza. Claro que algunas veces hay una predisposición mayor a que algo pase o a generar una imagen, entonces salgo a la búsqueda. Pero creo que nunca planifiqué rigurosamente la creación de una imagen. Solo durante mis estudios y porque te obligan a comprender cómo se trabaja en la industria audiovisual. En lo personal, encuadrar y darle duración a un registro me encanta –uso este término, encantar, en un sentido amplio-, no importa para qué filmo. Creo que la funcionalidad de la creación de imágenes está perversamente instalada en nuestro imaginario. Siempre se filma para algo, es extraño que simplemente se filme por el placer de crear esa imagen. En diferentes instancias me he encontrado con colegas que se angustian porque no encuentran un uso concreto para imágenes que filmaron por placer. No se valora el disfrute experimentado en el proceso, pareciera no ser suficiente. Eso no sucede en las artes performáticas. Más allá de ensayar y de trabajar sobre el escenario, los bailarines bailan porque lo disfrutan, los músicos tocan por placer. Tampoco sucede de manera tan contundente en la fotografía. Digo esto para señalar que el momento en que registré las imágenes de Uyuni seguramente haya sido profundamente placentero. La edición también tiene sus momentos de gozo significativo, esas veces que imaginás que unir esto con aquello produciría algo interesante, lo hacés y el resultado supera las expectativas. En Uyuni me pasó con los pequeños cortes que se producen en la última secuencia, esas microelipsis que siguen el ritmo de la palabra.

Durante el proceso hasta su resultado final, ¿la idea principal mutó?
No hubo una idea principal que haya sido germen de Uyuni como proyecto. Primero estuvo la imagen y el disfrute al producirla. Luego, el reencuentro con esa imagen, su valoración especial, apartarla de las otras. Después, en la interpelación, en el ejercicio de comprender su singularidad, apareció el diálogo. El diálogo que está directamente vinculado con las dos imágenes de contenido similar pero de naturalezas diferentes. ¡Ah! Ahora que fuerzo la memoria recuerdo que la banda de sonido sufrió un cambio importante. En la versión final del video se escucha, casi imperceptible, una radio con el testimonio de un minero peruano, un representante sindical. En el plan original el sonido de fondo era una voz susurrada que enumeraba datos, números, cantidades, porcentajes, toda información vinculada a la precaria economía sudamericana y su sometimiento a políticas extractivistas. Me pareció demasiado literal. Cuando di con la grabación de radio me enamoré de esa voz y entendí que era la alternativa correcta. 

Este 2021 el Concurso Internacional Juan Downey cumple 15 años, ¿cómo has visto su evolución y el de las obras ganadoras?
La pregunta me llevó a revisar los videos premiados a lo largo de la historia del Concurso. El paisaje que despliegan es maravillosamente vigente y propio. Propio en el sentido de cercano, de perteneciente a una perspectiva con la que podríamos delinear un nosotros. La vigencia resuena en los temas: diversidad, memoria, identidad, ciudadanía, territorio. La cercanía, en el punto de vista con el que se encaran esos temas y en las estéticas utilizadas para materializar las experiencias. Son, en general, videos simples, donde la técnica se presenta en función de conceptos contundentes. Es algo para celebrar.

¿Cuál piensas es el valor que representa la ejecución de concursos como Juan Downey o el Premio Griffa?
Considero que este tipo de iniciativas que surgen de países periféricos como los nuestros son sumamente importantes para generar algún tipo de equilibrio en el canon impuesto desde países con economías desarrolladas. Esto se ve plasmado en las muestras que surgen de las selecciones hechas sobre el conjunto de obras presentadas y también en la secuencia de trabajos premiados. Del panorama general se imponen muchas preguntas. ¿Por qué en los festivales y muestras realizados en países centrales la proporción de trabajos de artistas latinoamericanos es ínfima? ¿Por qué en su gran mayoría los autores latinoamericanos de esas obras residen y/o se han formado en Europa o América del Norte? ¿Por qué en el caso de concursos locales las postulaciones internacionales provenientes de países centrales son significativamente menos que las que llegan desde diferentes puntos de nuestra región? ¿Sucede esto en las convocatorias realizadas por instituciones de países centrales? ¿Por qué las muestras realizadas en nuestra región que forman parte del conjunto de actividades en las que se inscriben estos premios tienen una fuerte presencia de artistas de países centrales? ¿Qué ven las instituciones de países ricos en las producciones que llegan desde nuestro continente? ¿Hay una diferencia entre lo que encuentran en ellas y lo que esperan recibir como obra de autores latinoamericanos? ¿Acaso hay una autocensura entre los autores de nuestra región, un deber ser frente a la mirada del poder? ¿Esa actitud es diferente cuando los mismos autores acercan su producciones a una convocatoria regional? ¿En qué dirección nos hemos orientado desde aquellos míticos Festivales Franco Chilenos de Videoarte –realizados en los 80s, en Santiago, de la mano del querido Néstor Olhagaray- o las Muestras Euroamericanas de Cine, Video y Arte Digital –dirigidas por el gran Jorge La Ferla durante los 90 en Buenos Aires? ¿Acaso logramos construir una mirada propia? Las preguntas son muchas más, se multiplican exponencialmente a medida que aparecen y se cruzan entre ellas. Vuelvo al caso de Uyuni, que participó de Videobrasil –que históricamente tuvo una mirada volcada al hemisferio sur- que ganó el premio Juan Downey, pero también otros en Europa. ¿Qué vieron los jurados aquí y allá? ¿Alguien habrá encontrado miseria donde otro interpretó tradición? En la vigencia, en la resistencia, de iniciativas como el premio Juan Downey y la Bienal, así como la BIM y nuestro Premio a la Creación Audiovisual Latinoamericana, se despliegan los espacios donde estas cuestiones encuentran lugar y buscan respuestas. 

Desde el 2008 eres parte de la plataforma de videoarte PROYECTOR y desde 2012 director de la BIM, ¿cómo la pandemia junto a las crisis sociales y medioambientales han alterado el circuito tradicional del video y su creación?
No creo que las crisis medioambientales y sociales hayan sido un factor central en la transformación más importante que se produjo en la escena del video. Creo que debemos ser conscientes de que el video como campo específico ha desaparecido hace ya algunos años. No ha sucedido eso con el cine experimental, que sigue una tradición vinculada a una tecnología que se dio por muerta en reiteradas oportunidades y nos sorprende con una actualidad que aparece revigorizada. “De una fragilidad indestructible”, dice Pablo Marín. Del otro lado, tan lejos tan cerca, ya no existen videastas, mucho menos videoartistas, muchísimo menos videoarte. Esto no es ni bueno ni malo, solo es una descripción del panorama. En los 80 y 90 el video celebraba su territorio propio donde podían cruzarse videoclips, precarias animaciones digitales, documentales independientes, videos de contrainformación propios de las minorías políticas y creaciones con mayor consciencia de arte en sus diferentes derivaciones –videodanza, videopoemas, videoperformance, videoesculturas, videoinstalaciones- para conformar un universo estético mucho más rico que la suma de cada una de estas manifestaciones. Pero sucedió que el video se transformó en un absoluto. Al video le pasó lo que le pasó a Dios con Spinoza. Hoy el video es todo, hoy todo el mundo lleva en su bolsillo un aparatito que produce, edita y distribuye video. Cuántas utopías derrumbadas, ¿no? No hace falta más que volver a leer algunos pasajes subrayados de nuestro amado Cine expandido, de Youngblood. Y para colmo la industria del entretenimiento abandonó el film, la película analógica, como estándar superior, y ahora produce en ¿video? (¿el cine digital es video?). Por otro lado, el cine independiente y el documental llegan a extremos estéticos que antes eran impensados. Creo que hoy hay artistas que ocasionalmente trabajamos con video, pero nuestra producción ya no se encuadra en un campo definido por este medio. Lo que hacemos cobra valor en un contexto mucho más amplio: el del arte contemporáneo. Videobrasil lo percibió tempranamente y se transformó de manera radical. ¿Tiene sentido entonces insistir con propuestas como la Bienal de Artes Mediales o la Bienal de la Imagen en Movimiento? Claro que sí, más que nunca, pero conscientes de que nuestro contexto se ha transformado. ¿Y la pandemia? La pandemia aceleró todo este proceso. Y también dejó en claro que el capitalismo como modelo global está más consolidado que nunca. 

A propósito de lo anterior, ¿cuál es el rol del arte en un mundo en crisis? ¿Cómo crees que deberían replantearse por ejemplo las Bienales, plataformas y Festivales la relación con sus públicos?
En un mundo en crisis no hay espacio para entregarse a la incertidumbre, al misterio, a disfrutar del goce del abismo que puede proponer una obra de arte. Sepamos que en ese sentido nosotros somos privilegiados. En la crisis todo debe ser funcional, útil. Es la gran trampa del neoliberalismo. Si pensamos que con el arte vamos a construir un mundo mejor, estamos perdidos. El mundo se transforma con política, no con arte, sino con militancia, con activismo. Estamos en un momento donde prima el descrédito de la política, para mí es fundamental entender que la antipolítica es también un instrumento central de esa gran trampa del neoliberalismo. Lo mismo sucede con los cuestionamientos al Estado. La única salida que encuentro es dentro de la política para transformar los Estados en instancias que produzcan equilibrio frente a la imposición de los poderes fácticos. Con su tufo romántico la anarquía puede resultar seductora, pero no es más que la instalación de la ley del más fuerte. En la anarquía ni yo ni ninguno que lea estas líneas puede mantenerse vivo más que un par de horas. 

Volviendo a la pregunta, encuentro que hoy hay un mandato imperante sobre las instituciones y actividades del campo del arte, y también sobre los artistas; sobre todos pesa un deber-ser-transformador-social. En las convocatorias para recibir becas, apoyos o subsidios esto queda pornográficamente expuesto: se exige que el arte sea transformador, que tenga “impacto social”, pero los que priorizan eso son justamente los responsables de las injusticias más profundas. Obligan al arte a hacer su trabajo para recibir una limosna. Todo resulta más perverso si consideramos que los administradores entienden de forma previa que la capacidad del arte para detener las injusticias sociales, económicas, laborales, ecológicas, identitarias es en realidad cercano a nada. Quizá nuestras bienales, plataformas y festivales deberían denunciar esta realidad, pero nos encontraríamos con que la trampa es perfecta. Entonces, ¿cuál es el lugar del arte en un mundo en crisis? El de la resistencia, el de mantener viva la posibilidad de una instancia apartada de la lógica instrumental. En ese sentido, y sin haber sido creado para eso, el arte me puede transformar profundamente. A mí, a vos, a ella, a elle. Y eso es mágico. Pero esas transformaciones son interiores, personales y el mundo no se puede transformar por individualidades, por eso es necesaria ante todo la política, porque solo desde ella se puede transformar, como es imperante, la vida de cientos de millones de personas.  

Considerando que en la BIM y en PROYECTOR eres observador de un constante flujo de obras y artistas, ¿cómo esto ha influido o cambiado tu manera de pensar y hacer arte?
Lo que sucede en mi caso particular es que desde un principio, desde mis primeros contactos con lo que en los años 90 se llamaba videoarte, estuve sumergido en un universo de referencias artísticas, teóricas y de gestión. Cuando comencé a estudiar cine tuve la suerte de dar con Jorge La Ferla como profesor de una materia que estaba dedicada al video. En una escuela de cine en los tempranos 90s eso significaba todo lo audiovisual que no era cine, y La Ferla ponía un especial énfasis en el videoarte. Quedé fascinado con ese mundo y al terminar de cursar con La Ferla comencé a trabajar como su asistente en la producción de unos documentales que él estaba dirigiendo para un programa de televisión autor para el canal público de TV. Cuando terminó esa producción él me propuso ser ayudante en sus clases, eso me dio acceso a un tesoro único: la biblioteca y la videoteca de La Ferla. Eran años donde cargar una foto en un navegador de internet llevaba algunos segundos, donde conseguir libros en pdf o videos colgados en la web era casi ciencia ficción. Eran tiempos de fotocopias de fotocopias y videos en cuarta generación de VHS. Tener a disposición todo ese material artístico y teórico fue un regalo divino, un milagro. Me sumergía en ese archivo durante días enteros para preparar las clases, leía y veía todo. Paralelamente en Buenos Aires se estaba desplegando una escena de video bastante interesante, con una oferta muy abundante. Se podría decir que fue una época dorada del video. Además pronto yo tendría la oportunidad de aportar mis propuestas en esa escena. En el Centro Cultural Recoleta había un programa de videoarte que se llamaba ZooVideo; en el Museo Nacional de Bellas Artes, Rubén Guzmán programaba cine experimental (allí vi por primera vez Stan Brakhage, Michael Snow, Maya Deren, etc, etc), en el Museo de Arte Moderno también había programación (¿estaba a cargo Graciela Taquini?), también en el ICI -Instituto de Cooperación Iberoamericana-, de la mano de Laura Buccelatto; La Ferla programaba en Espacio Giesso… 

En fin, era una época en que uno podía ir a ver video y cine experimental tres o cuatro veces por semana a diferentes espacios. Hacia fines de 1996 programé un par de ciclos de video en el Centro Cultural Rojas, al año siguiente comencé a trabajar ahí como coordinador del área de cine video y multimedia, desde donde armaba la programación del cine y la oferta de cursos. Allí creé la videogalería, el primer espacio de exhibición permanente de video en la ciudad y publiqué una colección de cine y video experimental argentino en VHS de ediciones limitadas, cada casete numerado y firmado por el artista (300 copias por edición). Solo llegamos a sacar tres ediciones, pero no deja de ser un hito en la historia del video en nuestro país. Desde ese mismo espacio, cada año colaboraba en la producción de la MEACVAD –Muestra Euroamericana de Video Cine y Arte Digital- dirigida por Jorge La Ferla. En paralelo a la producción de actividades, al diseño de programación y a las clases realizaba mi propio trabajo en video y Super 8. Eso nunca se detuvo. Hoy soy curador de cine y video en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, dirijo junto a Gabriela Golder la Bienal de la Imagen en Movimiento, doy clases en la Licenciatura en Artes Electrónicas de la UNTREF y en la de Artes Visuales de la UNA, suelo ser jurado de diferentes premios y festivales. Podría decir que estoy expuesto permanentemente a un abundante flujo de obras pero no conozco otra opción, siempre fue así. Nunca fui solo videasta o artista. Deseo profundamente que en algún momento suceda, que pueda dedicarme solo a mi producción artística y que ella pueda darme los medios para tener una vida digna. Entiendo que es el sueño de la gran mayoría de los artistas. Creo que hoy, pasadas un par de décadas de esta realidad, mi trabajo no entraría en ningún festival. Lo que hago en cine o en video está lejos de lo elegible en una actualidad donde cada convocatoria recibe aplicaciones de a miles, superando en algunos casos la decena de miles, factor que implica que en los procesos de selección las obras audiovisuales deban ser seductoras y convincentes en sus primeros segundos. En todo este proceso hubo un punto en el que comprendí que yo ya no pertenecía al campo de la creación audiovisual sino al del arte contemporáneo. Eso sucedió en el 2012 y fue determinante en mi producción. Encontrar un lugar propio en este terreno, cierta legitimación, es mucho más complejo que entrar en el circuito de festivales. Pero mi trabajo hoy se volcó al espacio físico, a la palabra escrita, a la imagen fija, a la materialidad y a los mecanismos; todo eso combinado. Hoy no me veo haciendo un video o una película para ser proyectada en una sala de cine. Si bien mi amor por lo audiovisual está vivo como siempre, mis búsquedas como creador van por otro lado.