Proyecto epistolario. Conversaciones en torno al rol social de las plantas. Parte 1

En el Día Internacional de la Tierra, publicamos la primera parte de un diálogo entre la doctora en Ciencias de la Agricultura Josefina Hepp y el doctor (c) en Ecología Benito Rosende, que ahonda en sus experiencias con el mundo vegetal, los beneficios de la naturaleza en el campo cognitivo y cómo nuestra conducta afecta el ecosistema.

Hace exactamente un año, invitamos a Josefina Hepp (doctora en Ciencias de la Agricultura, UC) y Benito Rosende (candidato a doctor en Ecología, PUC) a intercambiar correos para reflexionar en torno a la naturaleza y el rol social de las plantas, particularmente en épocas de crisis como la que vivimos en la actualidad.

Llamamos a esta iniciativa Proyecto Epistolario, y devino en una fructífera conversación en la que ambos intercambiaron fotografías y recomendaciones de textos, que continúa hasta hoy. En el Día Internacional de la Tierra,  publicamos la primera parte de este diálogo que se inició con un pregunta simple y elemental: ¿cómo surgió su interés por el mundo vegetal?

Josefina Hepp
24 de abril, 2020

Hola Benito,
La forma en que comenzó mi interés por el mundo vegetal es algo a lo que le he dado hartas vueltas, porque me interesa mucho entender si es algo que se puede enseñar, cultivar, o si está ahí desde el principio. En mi caso, siempre he pensado que surgió por haber estado expuesta a mucha naturaleza cuando chica, lo cual agradezco infinitamente. Hay paisajes y especies en mi infancia que han quedado grabados en mí, en especial de un lugar al que voy desde antes de tener memoria, en Aysén.Fotografía familiar de Josefina Hepp

Archivo familiar de Josefina Hepp.

Estoy segura de que fue ahí, con mis botas rojas, en esos bosques y en ese lago, que surgió un amor y una admiración inmensa por la naturaleza. También había una especie de temor reverencial que me parece sano; no era trivial quedarse por un momento sola, rodeada de puros árboles. Había algo profundamente vivo y antiguo ahí, una comunidad y una comunión que no siempre es posible de entender, pero que conmueve. Cuando veo esas fotos, puedo oler las hojas de tepa en el suelo y el ciprés de las Guaitecas del mallín, puedo oír a las bandurrias levantando el vuelo, y puedo sentir el frío de una tarde sureña, en esos veranos de antes cuando pasábamos todos los días con lluvia. Y puedo recordar las historias de mi mamá sobre las ranas y los gnomos escondidos bajo los hongos, junto a las orejas de palo, o entre los miñe-miñe. Por lo que sí, creo que también había un componente de magia que me cautivó desde el principio. Esa misma magia que encontré después en libros como Las crónicas de Narnia de C.S. Lewis, La historia interminable de Michael Ende o los cuentos de Alicia Morel, que ofrecían la posibilidad de llegar a mundos fantásticos donde la naturaleza se expresaba a otro volumen, con otras voces, pero con la misma cercanía y la misma belleza que encontramos en este mundo.

Muchos otros paisajes queridos se han sumado a lo largo de mi vida, y aunque de chica no tuve necesariamente a alguien que fuera describiendo y nombrando exactamente lo que veíamos, sí tuve personas (mis papás, sobre todo) que acompañaron expediciones y me fueron revelando el placer del contacto con la naturaleza. Rachel Carson dice en The sense of wonder que está segura de que “ninguna cantidad de ejercicios (o entrenamiento) podría haber implantado los nombres con tanta firmeza como simplemente atravesar el bosque […] en una expedición de descubrimientos emocionantes”. Estoy de acuerdo: la necesidad de nombrar y profundizar puede venir después, y para eso también he tenido amigos y guías (y libros) que me han enseñado.

Archivo familiar de Josefina Hepp.

En el colegio tuve que decidir si seguir una carrera más ligada a las letras, como el Periodismo, o algo más relacionado con ciencias como la Geología o la Biología. Al final me decidí por Agronomía (alentada por mi profesor de Biología en ese entonces, David Figueroa), y nunca me arrepentí. Lo supe porque prácticamente todos los cursos optativos que tomé fueron de mi misma carrera (excepto uno, Lengua y Literatura Infantil, dictado por la maestra Cecilia Beuchat, con la que sigo en taller literario desde entonces), y los disfruté mucho. La agronomía me abrió una variedad de temas y me dio una cierta libertad para, finalmente, especializarme en lo que más me gusta: la flora nativa. Tuve profesores y cursos que me marcaron especialmente: Miguel Gómez y la anatomía y morfología de plantas; la profesora Gloria Montenegro y la botánica; Aldo Norero y la agroclimatología; don Juan Gastó y el ordenamiento territorial; Rosanna Ginocchio y la fitorremediación (en realidad esa fue mi tesis de pregrado). Después, ya en el doctorado, mi tutor Samuel Contreras y las semillas.

Por lo demás, nunca me sentí obligada a dejar de lado los libros y la literatura. Además, trabajando he tenido la suerte de encontrarme con el desierto, los jardines botánicos, la educación y las artes mediales. Y ese camino me ha llevado finalmente hasta acá, buscando herramientas para comunicar y conservar.

Benito Rosende
3 de mayo, 2020

Hola Josefina,
En mi caso, la interacción estrecha con las plantas ha sido parte de mi vida prácticamente desde siempre, principalmente por el jardín de mi casa, en la cual he vivido durante toda mi vida. Ubicado en un cerro, está rodeado de plantas de todo tipo; desde árboles grandes, hierbas, enredaderas y algunas plantas con espinas difíciles de olvidar. Es un jardín espontáneo que fue armando mi mamá de a poco con patillas, árboles regalados, plantas heredadas de otros patios, pero especialmente el riego y cuidado, la mayor parte germinó y creció por su propia cuenta, con la ayuda del riego, transformándose de un espinal al bosque frondoso que es hoy. Se podría decir que creció conmigo y, sin duda, ese contacto diario con el exterior estuvo siempre en mis tiempos libres, los juegos, observar el cambio de una estación a la otra, etcétera.

Desde el punto de vista de mi interés ya más por el área de la botánica y la flora nativa de Chile, la primera aproximación fue por la pasión de toda mi vida que han sido los pájaros, los cuales están íntimamente relacionados a determinadas especies de plantas como al hábitat que éstas crean en su conjunto, es decir, la vegetación. Por lo tanto, si uno va aprendiendo sobre los pájaros y quiere saber donde encontrarlos, es imposible no familiarizarse al menos con ciertas especies, como por ejemplo los picaflores gigantes que visitan Chile central cada año son atraídos fuertemente por unas plantas muy vistosas llamadas, los chaguales (Género Puya) unas plantas espinosas parientes de la piña típicas de laderas rocosas y que producen unas varas florales alucinantes. Otra especie a la que siempre le tuve mucho cariño es el Lingue (Persea lingue), un árbol del centro-sur, famoso por su buena madera, pero menos sabido es su parentezco con el palto y su fruto, una baya negra que es un manjar para la Torcaza (Patagioenas araucana), una paloma silvestre de Chile la que es relativamente rara en Santiago.

Cuando chico con mi papá, que siempre ha sido como mi mecenas en mi interacción con la naturaleza tuvimos una época dorada donde salimos muchísimo a observar aves por los alrededores de Santiago, eso me empapó de la naturaleza de la zona central, desde la playa hasta la cordillera de los Andes, pasando por ríos, humedales, quebradas boscosas y espinales secos. Algunos años después dejamos de salir con la misma frecuencia, en esos tiempos de vacas flacas, como ya no salíamos tanto y, por lo tanto, tampoco no veíamos muchas aves nuevas, empecé a mirar con más detalle las cosas que tenía a mi alrededor. Ahí es donde empezaron a aparecer las plantas nativas para mí, la precordillera de Santiago se me abrió como un mundo completamente nuevo, donde podía identificar ahora no sólo las aves, sino las plantas que crecían ahí. Un gran impulso fue un libro que teníamos en casa y que hasta hoy lo tengo de cabecera y consulta, en los que pasé horas recorriendo sus páginas e ilustraciones: Flora silvestre de Chile central de Adriana Hoffmann. Desde ahí empezó a crecer una parte del estante dedicado a la flora nativa con los libros de identificación de árboles y arbustos de Chile de Claudio Donoso, los demás libros de Hoffmann y la flora de río Clarillo de Sebastián Teillier, entre otros.A la izquierda: Portada del libro "Flora silvestre de Chile Zona Central" de Adriana Hoffmann. A la derecha: "Atlas de la historia física y política de Chile" de Claudio Gay.

A la izquierda: Portada del libro “Flora silvestre de Chile Zona Central” de Adriana Hoffmann. A la derecha: “Atlas de la historia física y política de Chile” de Claudio Gay.

Fue una experiencia muy rica para mí, darme cuenta que ese bosque y matorral verde donde todo se veía aparentemente igual, al ir estudiando más sobre el tema, se trataba en realidad de muchas especies distintas, que no tenían tanto que ver entre sí, a pesar de su parecido visual, donde son pequeños detalles, texturas y olores los que sirven para reconocerlas. Sus flores salen en épocas distintas entre muchas otras curiosidades. Así pasó de ser un telón de fondo a un conjunto de personajes, tan interesantes como las aves que se posaban en ellos, de ahí empezó un camino que no paró nunca más.

Mi interés por la naturaleza y aprender más sobre ella ha sido una constante en mi vida, por lo tanto, tomar la decisión de estudiar Licenciatura en Biología no fue difícil: la biología de terreno era algo a lo quería dedicarme desde que estaba en el colegio. Algo que en mi opinión es muy bonito es que uno aborda el fenómeno de lo vivo desde muchas perspectivas distintas, formas y escalas, aprendiendo sobre las particularidades en cada tema para después conectarlas entre sí y tratar de entender los procesos que vemos, que podrían condensarse en la ecología y la evolución.

Para mi fue una suerte contar con mi profesora de Botánica, Denise Rougier, quien fue un apoyo muy importante en mi paso por el pregrado y lo que vino después, además de muchas buenas y largas conversaciones. Por otro lado, la historia del estudio de la Botánica tiene mucho que ver con el descubrimiento del Chile natural también, por eso pioneros como  Abate Molina, Claudio Gay y Rodulfo Amando Philippi son muy inspiradores, no solo porque fueron descubridores de muchas especies, sino también porque la mirada naturalista clásica estaba siempre ligada a la observación de la naturaleza en su conjunto, y una de las formas en que ese conocimiento se plasmaba era a través de ilustración científica, algo que me gusta mucho hacer también, porque a pesar del avance de la fotografía, la ilustración nunca perderá el rol de sintetizar la información visual más importante, y la mano del dibujante es algo irremplazable para mí.

Cuando entré al doctorado en Ecología, lo que no tenía tan claro (y que fue sorpresivo para muchos conocidos) es que me iba a dedicar al estudio de plantas, cuando mi mayor interés siempre fueron los pájaros, pero ocurre que las plantas tienen algo que es muy fascinante de estudiar y es la cualidad que tienen de sobrevivir permaneciendo en el mismo lugar durante toda su vida. Es bien sabido la habilidad de las plantas de producir su propio alimento gracias a la fotosíntesis, pero las estrategias que poseen para poder adaptarse a los diferentes ambientes no tanto y, más aún, la capacidad de modificar los lugares donde crecen, incluso el microclima a su alrededor, creando las condiciones para que otras especies puedan vivir. La motivación por entender eso, y especialmente con el bosque esclerófilo, especies tan resistentes, en un ambiente único en el mundo y con el cual crecí, sin duda me cautivó.

Josefina Hepp
15 de mayo, 2020

Hola Benito,
Me gustó mucho leer sobre todas tus experiencias, y la cercanía con la naturaleza que tuviste desde siempre. Me parece hermoso haber tenido esa escuela, y en cierto modo, habría querido también ese tipo de interacción, tan constante, cotidiana, informada y profunda, con espacioS naturales y múltiples especies. Entiendo que mi camino fue diferente, pero al final llegamos a estadios similares, ¿o no? Porque igualmente siento que son parte inseparable de mi vida. Y mi biblioteca también ha crecido, no solo con libros de ficción -porque nunca los he dejado de lado-, sino también con textos para aprender de plantas. Algunos de mis favoritos son los de Oriana Pardo y José Luis Pizarro, en especial Chile: plantas alimentarias prehispánicas y Botánica Indígena de Chile de Ernesto Wilhelm de Mösbach (por supuesto los de referencia también son los de la Adriana Hoffmann, los de la Paulina Riedemann con Gustavo Aldunate, y los de Sebastián Teillier y colaboradores); y hace poco me compré dos libros que me parecen muy potentes, Plantas mágicas de Jimena Jerez, y Flora cordillerana del Ñuble y sus usos tradicionales, de Kora Menegoz y Asenat Zapata. Me parece muy necesario el cruce que hacen estos libros con, precisamente, algunos usos ancestrales y significados que se les han dado a las plantas.

Porque creo que hay que rescatar esos conocimientos si queremos recuperar o reparar nuestra relación con el mundo vegetal, como un primer paso para que, como dices tú, dejen de ser un telón de fondo y todos aprendamos a mirarlas y considerarlas como personajes protagonistas, especies particulares con su valor de existencia propio. Como dice la argentina Adriana Marcus en su cuaderno De despensas y Botiquines: las plantas son ante todo seres vivos, “a quienes necesitamos de un modo que se hace trágicamente consciente cuando nos faltan y es tarde”. Eso último lo tenía anotado en un artículo que escribí en 2018 para Ladera Sur, y me parece una idea que hay que recordar permanentemente. Tendemos a darles valor en función de lo que nos entregan, pero las plantas no están aquí por nosotros ni para servirnos, aunque lo hagan, aunque no podamos vivir sin ellas.

Es así. La importancia de las plantas en el planeta no ha cambiado -como sustentadoras de la vida como la conocemos-, pero muchas veces se nos olvida, y estoy convencida de que en el mundo de hoy, una tarea inicial es destacar de qué forma han determinado nuestra historia (ellas, además, que son mucho más antiguas que los seres humanos), y todo lo que nos proveen: alimentos, bebidas, combustible, refugio, fibras, perfumes, tinturas, medicinas, drogas, venenos. Han estado y siguen presentes en la vida cotidiana de las personas, en rituales, nuevos estudios, travesías históricas y exploraciones, y de su conocimiento, domesticación y persecución ha dependido, para bien o para mal, la proliferación humana sobre la Tierra. Hay un libro que no sé si has leído, se llama 50 plantas que han cambiado el curso de la historia (de Bill Laws)donde el autor se refiere al té, el café, el cacao, el azafrán, el bambú, las amapolas, el tabaco, el maíz, el arroz, y varias otras, y va contando cómo el mundo se fue moldeando por ellas. A veces cuesta creer que hayamos ido olvidando esto.

Portadas de algunos libros.

Hace poco con algunas amigas comentábamos sobre esta idea de “la extinción de la experiencia”, que se refiere a que cada vez más personas, especialmente niños, tienen menos contacto con la naturaleza, y como consecuencia hay un deterioro en la salud pública y en el bienestar general de la gente. Richard Louv habla de esto en su libro Last child in the woods, Saving our children from Nature-Deficit Disorder, donde describe este “trastorno por déficit de naturaleza” cuyos costos son, por ejemplo, una disminución en el uso de los cinco sentidos, dificultades para prestar atención, y mayor incidencia de enfermedades físicas y emocionales. Esto es particularmente crítico ahora, cuando estamos forzados a quedarnos en las casas o departamentos, en espacios confinados en los que nos cuesta vincularnos con aquello que normalmente entendemos como “natural”, y aumentando nuestra vinculación con medios y plataformas digitales. Aunque creo que también esto puede representar una oportunidad, ¿no te parece?

Una última idea, que no puedo dejar de mencionar (entre otras cosas, porque amo Japón), es la de los baños de bosque o shinrin yoku, que los japoneses han vuelto a poner en boga en el último tiempo. He leído que en algunos países los médicos lo recetan como parte del tratamiento para personas con ansiedad o depresión. Experiencias de contacto con el bosque, que en algún tiempo o que en otros contextos pueden ser tan normales, hoy día en la ciudad nos parecen novedosas y hasta lejanas. Pero, sin duda, es algo que necesitamos, y en estos días, ¿qué se podrá hacer? Si no tenemos posibilidad de hacer una caminata significativa en algún cerro o parque cercano, tal vez podamos dedicar tiempo a cuidar el jardín (o las macetas del balcón), podamos observar los insectos y las aves que pasan afuera, podamos detenernos a mirar la luna y las estrellas en la noche, sentarnos a cosechar semillas y observar los cambios de color de las hojas…

Nota del Editor: A partir de aquí, el envío de correos entre Josefina y Benito se interrumpió por algunos meses. No obstante, fue retomado con una serie de notas, comentarios y sugerencias en torno a lecturas y vivencias, que publicaremos prontamente en la segunda parte de este proyecto.

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Remitentes

Josefina Hepp (Escocia, 1982)
Agrónoma de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Magíster en Protección y Manejo Ambiental por la Universidad de Edimburgo, Escocia, y doctora en Ciencias de la Agricultura, UC. Sus áreas de interés se relacionan con la conservación de la biodiversidad en zonas áridas y semiáridas. Actualmente se encuentra investigando la ecofisiología de semillas de ambientes desérticos. Participó en la conferencia «On Seeds and Multispecies Intra-Action: Disowning Life» de la dOCUMENTA13 en Kassel, Alemania.

Benito Rosende (Chile, 1991)
Licenciado en Biología (UNAB), Doctor (c) en Ciencias Biológicas mención Ecología (PUC), con investigaciones orientadas a reconocer las características del bosque esclerófilo de la zona mediterránea del territorio de Chile. Cultiva la fotografía y la ilustración como parte de su práctica naturalista y es cofundador de la iniciativa de educación ambiental PropagaNativas.